Comparto la publicación de José Antonio Pastor Cruz : Ágrapha dógmata. Acerca de las doctrinas no escritas de Platón. © José Antonio Pastor Cruz
Licenciado en Filosofía (Universidad de Valencia)
I. La cuestión que nos ocupa arranca en la consideración de la denominada tradición indirecta (fundamentada en los testimonios de Aristóteles, principalmente), acerca de la existencia de determinadas enseñanzas orales que Platón decidió no tratar por escrito. A ello cabe añadir los textos donde el propio Platón (autotestimonios) hace referencia, tanto a su reticencia personal a la escritura en general y a escribir sobre determinados temas en particular, como a la necesidad de posponer el tratamiento de “aquellas cosas que tienen más valor” (-timiótera– esto es, aquello que es “principio” y “fundamento”) y, por tanto, deberá ser tratado “en otro lugar”, o sea, “fuera” de los diálogos escritos.
Tal como Conrado Eggers Lan ha señalado -no sin cierta ironía-, es sumamente curioso que admitamos plenamente la existencia real de la Academia platónica basándonos en la opinión de los autores antiguos cuyas obras conservamos (principalmente Platón y Aristóteles) y, sin embargo, podamos dudar de la existencia de conferencias orales sobre temas no expresados por escrito en base, precisamente, a los testimonios de estos mismos autores. Entonces, una característica de la contemporánea interpretación de Platón sería la de otorgar credibilidad a determinados datos que poseemos sobre su pensamiento y, al mismo tiempo, negar absolutamente la credibilidad de otros, aun procediendo de las mismas fuentes -fuentes que, por otro lado, son coetáneas respecto del autor a tratar-. Tal procedimiento (que, por cierto, no es el usualmente aplicado a otros autores de la antigüedad griega como son, por ejemplo, los comediógrafos trágicos), ha sido calificado por Szlezák como “contrario a todo lo que en otros casos reconocemos como sana metodología”. La razón de tal insuficiencia metodológica debe ser rastreada en los prejuicios inculcados por los exégetas y comentaristas de Platón y Aristóteles o, dicho de otra manera, en la “fuerza de la tradición”.
Al margen de los problemas de transmisión textual propios de una Antigüedad y un Medievo que no conocieron la imprenta, y con posterioridad a la decimonónica interpretación de Platón propugnada por Schleiermacher (cuya fuerte impronta está a la base de buena parte de los prejuicios interpretativos desde los que contemplamos el corpus platónico), valga citar que, ya en nuestro siglo, Harold Cherniss desautoriza abiertamente a Aristóteles (nuestra más importante fuente antigua) a la hora de, a través del testimonio aristotélico, tratar de interpretar a Platón.
Para Cherniss, los testimonios de Aristóteles no son dignos de confianza en cuanto a lo que la doctrina platónica respecta (ni tampoco en lo que refiere a los presocráticos), por mor del excesivo celo peripatético en deformar y asimilar las teorías de sus predecesores, presentándolas así como una suerte de “anticipación deforme” de la doctrina aristotélica. Es por ello que, para Cherniss, todo lo que Aristóteles pone en boca de Platón y los miembros de la Academia debe ser puesto en duda hasta que pueda ser cotejado en los propios diálogos platónicos. Como vemos, estas aseveraciones de Cherniss atentan directamente contra la posibilidad de valorar los libros A, M y N de la Metafísica de Aristóteles como fuentes para el estudio de las doctrinas orales platónicas, y pretenden constituir una crítica radical que ponga en entredicho la veracidad de la existencia de tales enseñanzas no escritas.
“Cherniss niega objetividad a la exposición aristotélica. Le imputa falta de comprensión del meollo de cada pensador y en especial de Platón: incoherencia y contradicción en sus afirmaciones, en fin, cierta mala intención en la presentación de cada doctrina.”
(Hernán Zucchi, “La reconstrucción histórica del Platón oral”, p.29 §2 -prólogo a la traducción de la Metafísica de Aristóteles, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1986-)
Sin embargo, el hecho de que Aristóteles pudiera malinterpretar a Platón (ya fuera intencionalmente o no, asimilando las teorías platónicas con las de otros miembros de la Academia como Espeusipo y Jenócrates), no logra tirar por tierra el testimonio de Aristoxeno de Tarento, quien alude explícitamente a una akróasis (charla pública) de Platón sobre el Bien. De otro lado, a juicio de William David Ross, no está nada claro que Cherniss haya establecido sólidamente su tesis: “…ni por un momento creo que haya comprobado el extremo de que todo lo dicho de Platón por Aristóteles, que no pueda verificarse en los diálogos, sea pura incomprensión o tergiversación.” A esto cabe añadir la tajante afirmación de Szlezák: “Ninguna de las razones contra una indagación de las doctrinas no-escritas de Platón se ha acreditado como sostenible.”
A grandes rasgos, el panorama hermenéutico acerca de la cuestión de las enseñanzas orales platónicas se perfila, en un primer momento, articulado en base al testimonio aristotélico legado en Metafísica A 6 987a29-988a17. De la interpretación de este texto (en especial de su última parte -987b20-988a17 – donde Aristóteles alude a la Teoría de los Principios de Platón), arrancan las tres hipótesis hermenéuticas alternativas que podemos considerar como punto de partida de la polémica en torno a la importancia de las enseñanzas orales platónicas. Estas tres posiciones son, básicamente, las siguientes:
a) Aristóteles distorsiona totalmente el pensamiento platónico y le atribuye teorías de otros miembros de la Academia como Espeusipo y Jenócrates. En suma, Aristóteles “no es de fiar” cuando habla acerca de las doctrinas platónicas. Como vimos anteriormente, esta es la tesis de Cherniss.
b) Hay cambios doctrinales sustanciales (de contenido) entre el Platón adulto y el Platón anciano, pero éste sólo ha expresado su último pensamiento oralmente, y lo que ocurre es que Aristóteles se está refiriendo a ese último pensamiento platónico que no llegó a plasmarse por escrito. Esta es la posición de Robin, Stenzel, Wilpert y otros.
c) Aristóteles está presentando el verdadero pensamiento de Platón, esto es, aquellas doctrinas a las que los diálogos sólo hacen alusiones, pero no tratan directamente, porque los diálogos escritos no pueden elegir a su interlocutor y éste puede estar insuficientemente preparado para asimilarlas. Esta es la postura que adopta la denominada Escuela de Tubinga.
Puede decirse entonces que, para los partidarios de la primera posición, la filosofía de Platón es la que se encuentra en los diálogos escritos (los cuales son lo suficientemente complejos como para no ser considerados como destinados a un público lego), y la cuestión de los ágrapha dógmata y la tradición indirecta no hace sino enturbiar y deformar la comprensión de los mismos; para los partidarios de la segunda postura, los diálogos deben ser complementados recíprocamente por los datos provenientes de la tradición indirecta; finalmente, para los defensores de la tercera posición, los diálogos no pueden ser correctamente entendidos si prescindimos de la tradición indirecta y de la “luz interpretativa” que los ágrapha dógmata vierten sobre los diálogos escritos. La doctrina oral sería considerada entonces como el trasfondo otorgador de sentido desde donde se obtiene la perspectiva idónea para la comprensión del pensamiento platónico al completo.
Así las cosas, entran en pugna dos imágenes distintas del filósofo ateniense: una, que representa a Platón como el “filósofo de las Ideas” que la tradición filosófica occidental nos ha legado; otra, que nos lo muestra en base a una teoría de los Principios que gozó de cierta influencia en la antigüedad tardía a través del neoplatonismo. Si ambas representaciones de Platón (“viejo Platón/nuevo Platón”) son irreductibles y excluyentes entre sí o, por el contrario, no lo son, constituye la encrucijada a la que arribaremos tras dilucidar la discusión filosófica entre Luc Brisson y Thomas Alexander Szlezák.
II. Anticipando un tanto la cuestión a tratar, valga reseñar que cabe tener presente, a modo orientativo, la teoría de las revoluciones científicas de Thomas Khun junto a las nociones de “comunidad científica”, “nuevo paradigma” y “viejo paradigma” que lleva aparejadas. Vistas así las cosas, la posición de Brisson se adscribe por entero a lo que en la sección anterior clasificábamos como “a” (en la línea hermenéutica de Cherniss, tal como el propio Brisson señala), mientras que la postura defendida por Szlezák (junto a Krämer, Gaiser y otros) se inscribe en el marco de la denominada escuela de Tubinga (esto es, la opción “c”), la cual es calificada por Brisson como “interpretación esoterista de Platón”. Corriendo el riesgo de simplificar en exceso, podemos describir la controversia en términos de “secretismo” versus “esoterismo” (en su momento, llegaremos a matizar y definir ambos términos que, como veremos, están a la base de la confusión contemporánea con respecto a la cuestión de las doctrinas orales platónicas). Para Brisson, “las premisas sobre las que se asienta la interpretación esoterista (de Platón) son hipotéticas”. El trabajo que realiza este autor en su artículo consiste en, prioritariamente, establecer las premisas que sustentan la concepción de las doctrinas orales platónicas en relación a su existencia, reconstrucción y contenido, para luego derivar de ellas las consecuencias (nefastas, a su juicio) que conllevaría el aceptarlas como válidas frente a la interpretación tradicional del Platón de los diálogos.
Cabe añadir que, para Brisson, las denominadas “enseñanzas orales” de Platón no son sino una interpretación escolástica de la doctrina platónica realizada en el seno de una Academia cuyos miembros poseían fuerte raigambre pitagórica; según este autor, entonces, la tarea hermenéutica debería vincularse más a determinar qué textos de los diálogos se prestan a esa interpretación escolástica, y menos a postular la hipotética existencia de una doctrina de los principios “pegada al nombre de Platón” (sic.). Las consecuencias que Brisson hace derivar de la interpretación de la escuela de Tubinga son, en síntesis, las siguientes:
1) Menospreciar el hecho de que la obra escrita de Platón nos haya sido legada en su totalidad, en pro de una interpretación esoterista, desemboca en una suerte de rastreo en los diálogos de aquellos fragmentos que permitan ser interpretados como una alusión a la doctrina de los Principios, lo cual convierte a la hermenéutica de la obra platónica en una “cacería de alusiones”. No es legítimo que tratemos la obra completa de un autor como si sólo poseyéramos fragmentos de la misma, como ocurre en el caso de los presocráticos.
2) La teoría de los Principios asimila a Platón con los pitagóricos, en referencia a la “constitución de lo real a partir de esos dos principios que son lo Uno y la Díada”.
3) Una lectura esoterista en base a una supuesta teoría de los Principios hace que los diálogos platónicos de juventud (que tratan mayormente de Sócrates) aparezcan como poco menos que carentes de sentido.
4) Una interpretación de la obra platónica a la exclusiva luz de la teoría de los Principios se muestra como negadora de las reflexiones políticas y éticas de Platón que aparecen en los diálogos escritos.
No es difícil observar que estas cuatro consecuencias tienen a su base el prejuicio de concebir la relación entre los diálogos y las enseñanzas orales como excluyentes entre sí.
“El intento de hacer jugar la obra escrita de Platón en contra de su filosofía oral tiene muchas variantes. Todas ellas son antifilológicas, ya que el buen método filológico reclama prestar atención a ambas ramas de la tradición.” (T. A. Szlezák, “A propósito de la habitual animadversión frente a los ágrapha dógmata“, en Méthexis -Revista Argentina de Filosofía Antigua- nº VI, 1993, p.161 §5)
Respecto de la primera “consecuencia”, cabe decir que ninguna interpretación (ni esoterista ni de otro tipo) puede hacernos concebir a Platón como un presocrático, precisamente porque conservamos una colección de 42 diálogos y 13 cartas a él atribuidos, y eso es algo que no puede eliminarse de raíz sin más (aunque sí pueda complementarse, a fin de enriquecer nuestra comprensión, de la misma manera que al estudiar a los autores antiguos también nos ocupamos de contemplar el entorno histórico, socio-político y económico correspondiente, así como los testimonios más o menos directos que puedan referir a ellos).
En relación a la asimilación sin restricciones entre Platón y las teorías pitagóricas, es conveniente precisar que hay varios tipos de pitagóricos, esto es, que no es lo mismo el primer pitagorismo o pitagorismo antiguo que el pitagorismo posterior, respecto de las relaciones entre ‘números’ y ‘realidad’ que concebían uno y otro. Los primeros, “dijeron que las cosas que son se componen de números”, esto es, que “todo es número” (identificación de número y materia); para los segundos, en cambio, “todas las cosas se pueden representar mediante números” (no identifican número y materia). Se podría considerar a Platón como un pitagórico en la medida en que entendamos que, para el pitagorismo evolucionado, los “números” no eran las “cosas” (los primeros pitagóricos sí identificaban los números con las cosas, y esto no se da en Platón).
“En primer lugar, (Platón) no veía en el Uno y los números el material con que están hechas las cosas, sino su principio formal, por lo que los situó “aparte de las cosas sensibles”. En segundo lugar, no se limitó al lenguaje pitagórico sobre los números, sino que habló de las “Ideas” y las creyó objetos esenciales de la definición.” (W. D. Ross, Teoría de las Ideas de Platón, Ed. Cátedra, Madrid 1993, p.194 §1)
Por todo ello, podemos afirmar aquí que Platón se distanció notablemente del pitagorismo, al menos en lo concerniente al plano ontológico en que se desarrollaban las teorías de unos y otros, lo cual torna inconsistente la tesis de Brisson al respecto de la posible asimilación de ambos (tanto con “doctrinas no escritas”, como sin ellas).
Las otras dos “consecuencias” que apunta Brisson -la devaluación de los diálogos de juventud (3ª) y el alejamiento de la dimensión sociopolítica que tanto interesó a Platón (4ª)-, pueden muy bien ser contempladas en conjunto, esto es, como el posible “abandono” o “distanciamiento” que podría causar una interpretación de la obra platónica efectuada desde la teoría de los Principios respecto de las cuestiones morales, cívicas y políticas que tratan los diálogos: nada más falaz que esta observación, en virtud de que la teoría de los Principios pretende dar cuenta del sustrato donde se asientan esas cuestiones morales, cívicas y políticas, que no es otro que el trasfondo religioso que subyace a toda concepción humana del orden (lo determinado, lo limitado, lo concebible), frente a la animalidad propia del caos (lo indeterminado, lo ilimitado, lo nombrable pero no concebible, esto es, lo cognoscitivamente inoperable). Además, cabe señalar que la consideración de las doctrinas orales respecto de la exégesis de la obra platónica al completo no implica en absoluto una desvalorización de los diálogos escritos que poseemos, sino más bien una complementación recíproca de unos con otros y viceversa que, por cierto, “no niega la primacía hermenéutica de la obra escrita”, según Szlezák.
“No se exige desvalorización de los diálogos frente a los ágrapha dógmata, pero tampoco a la inversa, sino la concatenación interpretativa y la iluminación recíproca de ambos ámbitos.” (T. A. Szlezák, op.cit., p.165 §3)
A todo lo antedicho cabe añadir, a propósito del término “esoterista”, que Platón está muy lejos del trasfondo sectario que tal término, en el sentido peyorativo en que lo emplea Brisson, parece designar. La prueba más evidente de que Brisson es perfectamente consciente de estar “defendiendo lo indefendible” es que recurre a la conocida estrategia erudita consistente en emplear argumentos exageradamente complicados que fuerzan al lector a “perderse en el texto”, para luego apelar al componente emotivo (inseguridad provocada) en base a argumentos de autoridad (autosuficiencia académica). De hecho, cuando Brisson pretende ser claro, lo consigue (como es el caso del párrafo donde presenta su conclusión -p.35 §4-, cuando dice que, a su juicio, las doctrinas orales de Platón no son sino una interpretación escolástica de la doctrina platónica hecha desde la propia Academia) de lo cual puede deducirse que, cuando no se expresa claramente, es porque pretende confundir al lector. Esta es justamente la estrategia que emplea cuando, de un lado, nos previene de que Szlezák se protege de la comparación de las doctrinas orales platónicas con el secretismo pitagórico “dando al esoterismo una definición diferente, asimilándolo a una práctica pedagógica precisa”, para después, de otro lado, perderse en explicaciones que se alejan de la distinción entre “secreto” y “esotérico” (con la que abrió su premisa 4a y continuó en 4b), y que pretenden demostrar (como luego señalará en el apartado de consecuencias, a modo de “idea fija”) que eso que “se posterga para más tarde” en los diálogos platónicos es harto improbable que se refiera a la teoría de los principios, reduciendo el asunto a “meras alusiones sobre cuyo significado no logran ponerse de acuerdo los hermenéutas” (afirmando dogmáticamente a la postre que, si eso es así, “no queda nada que decir”; entonces… ¿por qué sigue hablando?). Dado que Brisson se resiste a expresarse claramente, habrá que ceder la palabra a Szlezák; para este último autor, la cuestión no es tan enrevesada y no hay necesidad de cambiar de un eje de discurso a otro.
“La ausencia de una clara diferencia entre ‘esoterismo’ y ‘mantenimiento en secreto’ ha tenido, por lo demás, la consecuencia de que la mayoría de los intérpretes se han enfrentado al esoterismo platónico con la misma animosidad emocional que con razón sentimos nosotros, los demócratas modernos, contra toda actitud de ocultamiento.” (T. A. Szlezák, op. cit., p.161 §2)
Sintetizando, podemos decir que el “mantenimiento en secreto” conlleva una suerte de “juramento de fidelidad” que consolida un compromiso permanente del recién juramentado para con el grupo que lo juramenta (de hecho, la violación del juramento acarrea sanciones); contrariamente, la perpetuación esotérica de unas enseñanzas (de ‘maestro’ a ‘discípulos’, o de ‘padres’ a ‘hijos’) no precisa de una fidelidad consignada coercitivamente mediante juramento de ningún tipo, sino simplemente la consciencia de que tales enseñanzas no pueden ser asimiladas sin riesgo de tergiversación si se imparten antes de tiempo. En el caso de las enseñanzas orales platónicas, esas “cosas más elevadas” (timiótera) que en los diálogos se posterga su tratamiento “para más adelante”, lo que se pone a resguardo no es “secreto” (apórrheton), pero sí “no comunicable antes de tiempo” (aprórrheton). Con el fin de aclarar la posible confusión, Szlezák señala que tanto Gaiser como Krämer (esto es, la Escuela de Tubinga) “se han distanciado unívocamente de la representación de una ‘doctrina secreta’ de Platón” (de hecho, el propio Platón se burlaba -en los diálogos Protágoras y Eutidemo– del “secretismo” propio de los sofistas). Valga clarificar pues, que contemplar como plausible la existencia de los ágrapha dógmata no conlleva considerar a Platón como ‘secretista’, ni tampoco como ‘dogmático’, tal como creen aquellos que han malentendido el sentido que posee “dogma” en el contexto platónico (que es el de “pareceres” filosóficos). No cabe, entonces, el considerar -incorrectamente- a Platón como una especie de (en términos de Szlezák), “Papa filosófico”.
III. Retomando la cuestión en la Consecuencia nº 4 que señala Brisson (i.e., que “una doctrina esotérica no tiene prácticamente nada que decir sobre la organización social de una ciudad o sobre las disposiciones legislativas que esa organización implica”), pasaré a continuación a exponer mi opinión acerca de las profundas implicaciones sociales y religiosas que a mi entender posee la teoría de los Principios platónica. A tal fin, intentaré explicarme de la manera más clara que me sea posible: lo que Platón está tratando de expresar y hacer inteligible mediante la teoría de los Principios es la génesis categorial ontológica, eso es, el nacimiento de las categorías mediante las cuales aprehendemos y ordenamos la realidad, las cuales están a la base de la estructura social (y son creadas por la propia sociedad y se expresan en su cultura, imaginario y cosmovisión). Esta ardua empresa que Platón acomete está tan condenada al fracaso como lo estaría, por ejemplo, cualquier intento de situar cronológicamente el origen del lenguaje en la especie humana en su conjunto. Sin embargo, el hecho de no poder explicar la génesis categorial (en el sentido que concede a “explicación” la contemporánea ciencia natural), no impide llevar a cabo la tarea de intentar hacerla comprensible. Si aceptamos que la teoría eidética platónica tiene a su base la intención de hacer entender que el Bien se encuentra más allá del mundo sensible (esto es, en un mundo inteligible en donde se ubican las Ideas, que son los modelos racionales del mundo sensible -y en la cúspide de todas ella, la idea de Bien-), no nos costará demasiado trabajo comprender que la teoría de los Principios no entra en pugna con la teoría de las Ideas sino que la complementa, en tanto que no hace sino recorrer el mismo camino pero en sentido inverso (i.e., desde ‘lo inteligible’ hacia ‘lo sensible’, o sea, lo espacial -pero inteligiblemente determinado, esto es, categorialmente ordenado-, puesto que de no ser así sería intelectualmente inoperable para la razón humana).
Tanto la teoría de las Ideas como la teoría de los Principios pretenden dar cuenta de la realidad tangible que constituye el marco en donde se da la existencia humana, esto es, el Mundo (que posee características sensibles, pero inteligiblemente determinadas).
“… la ‘longitud, anchura y profundidad primarias’ serán (en Platón) las Ideas de longitud, anchura y profundidad. Así pues, la Idea del mundo sensible es una Idea compuesta cuyos elementos son la Idea del Uno y los elementos formales de la línea, la superficie y el sólido, o sea, las Ideas del 2, 3 y 4. Es una manera pintoresca de decir que el número y la extensión tridimensional son las características fundamentales y estructurales del mundo sensible, concepción que el Timeo expuso por extenso.”(W. D. Ross, Teoría de las Ideas de Platón, p.250 §1)
El interés eminentemente sociopolítico de Platón, no se limita únicamente a establecer una suerte de “reino extramundano” poblado de entidades incorpóreas en cuya cima se encuentre la idea de Bien asimilada a la idea de Dios (como nos ha hecho ver una tradición interpretativa que ha pasado por el tamiz cristiano y nos ha sido transmitida por la escolástica medieval mediante la doctrina de los Trascendentales: unum-verum-bonum), sino que también persigue hacer comprensible el mundo real en el que se haya ínsita una sociedad también real que precisa, a un tiempo, tanto de un orden estructural -organización- para sobrevivir, como de una “explicación” que haga comprensible y torne inteligible la génesis, la proveniencia y la necesidad de pervivencia de ése mismo orden. A mi entender, son estas cuestiones relativas al Orden el punto común al cual refieren, tanto la génesis categorial de la teoría de los Principios, como la concepción del Bien de la teoría de las Ideas. Es por ello que no puedo entender a Brisson cuando dice que una interpretación esoterista de Platón (esto es, una interpretación de Platón a la luz de la teoría de los Principios) “no tiene nada que decir acerca de la organización social de una ciudad o sobre las disposiciones legislativas que esa organización implica”, porque justamente lo que la teoría de los Principios platónica está tratando son cuestiones relativas a la ordenación de lo real aunque, eso sí, con un alto nivel de abstracción. Con el fin de desembarazarnos de las connotaciones cristianas que implícitamente posee en nuestra cultura la noción de “Bien”, propongo realizar un sencillo experimento, consistente en sustituir este término por su sinónimo “Correcto”: tenemos así que “lo correcto” es “aquello que está bien”, y está bien y es correcto aquello que es socialmente admitido y a la par conforma y fundamenta el imaginario cultural de una sociedad dada. Como vemos, de esta forma se dan cita (pero con otra terminología), la idea de Bien (lo Correcto) con la noción durkheimiana de Divinidad (la Sociedad), conformando así una perspectiva antropológica que posibilita entender la “tendencia a la contemplación e interiorización del Bien” en tanto que “adecuación a las estructuras de pensamiento socialmente generadas”. El trasfondo “divino” (al cual podríamos denominar, con Durkheim, “social”), actúa a modo de sustrato con respecto a la cosmovisión que una determinada sociedad comparte, y posibilita una coherencia cultural (que a su vez permite la existencia de una cohesión moral, esto es, relativa a la práxis social en base a unos valores socialmente admitidos y compartidos que hacen posible eso que llamamos ahora “intersubjetividad” o, dicho de otra manera, “ver las cosas desde una misma perspectiva”). De alguna manera, una especie de “condición simbólica” que permite comprender el orden vigente en una sociedad dada consiste en analogar tal orden con la regularidad existente en el cosmos (la posición y movimiento de los astros, u “orden cósmico”), y de ahí parten los intentos de asimilar el uno al otro, porque es el segundo el que permite justificar y legitimar al primero. La idea de que la ordenación posee un origen divino proviene de civilizaciones mucho más antiguas que la griega (los babilonios consideraban a su ciudad -Babilonia o Bab-ilani, que significa “puerta de los dioses”- como construida en base a “planos arquitectónicos divinos” -i.e., las constelaciones-). También la pólis ideal que Platón plasma en La República refiere al arquetipo cósmico: tal ciudad no tendrá “ninguna posibilidad de ser feliz” si sus líneas generales no son trazadas por “los dibujantes que copian de un modelo divino”, esto es, los filósofos (República 500c-e); “Pero quizá haya en el cielo un modelo de ella (de la ciudad ideal) para el que quiera mirarlo y fundar conforme a él su ciudad interior” (ibíd., 592b). Valga añadir que la tendencia a asimilar “orden” y “matematización” no era algo exclusivo de pitagóricos y platónicos, ya que el presupuesto de que la Justicia posee propiedades aritméticas y geométricas también aparece en Aristóteles. De otro lado, el Timeo relata cómo se formaron el mundo y las especies que lo habitan, pero la cosmogonía que en él aparece posee la función de justificar un proyecto de ordenación social (la propia estructura del texto revela un giro desde la cosmogonía hacia la política: comienza narrando la creación del mundo para luego continuar con la creación de los hombres y mujeres, hasta llegar a la creación de las ciudades).
Dando un salto hacia delante en el tiempo, valga recordar que fue Kant quien señaló que “lo incondicionado” era “aquello que se encontraba al final de la cadena de condiciones”, lo cual no es sino una manera de decir que aquello que la razón humana ya no puede justificar causalmente se justifica mediante la apelación a lo divino (que en su versión laica e Ilustrada es una “idea pura de razón”) la cual, aun siendo incognoscible, no es por ello innombrable, en virtud de que su carácter de entidad real no reposa en su existencia fáctica, sino en su existencia lingüística (taumaturgia de la palabra) que, a su vez, es fiel reflejo del imaginario cultural propio de una sociedad dada. De manera análoga, lo que Platón pretende hacer comprensible no puede explicitarse completamente ni desde lo oral ni desde lo escrito, precisamente porque su naturaleza es simbólica y, por ende, cultural: el carácter “divino” y “sacro” a la par que “prístino” y “originario” de la construcción (vía lingüística y, por tanto, social) de las categorías ontológicas que nos permiten establecer un cierto tipo de Orden que concebimos como “siempre existente, desde el principio de los tiempos” y que nos permite organizar nuestra experiencia y es, por ello, nuestro mayor Bien.
No puede explicarse de forma directa, mediante el lenguaje, cómo la sociedad genera las categorías ontológicas que nos permiten, entre otras cosas, tomar conciencia de las dimensiones del espacio, pero sí es posible comprender por qué todas las “explicaciones indirectas” (‘más’ o ‘menos’ míticas) poseen un trasfondo religioso, en tanto que remiten a la par a un “principio de los tiempos” y a “algo” que nos trasciende (llámese “Uno”, “Divinidad”, “Cosmos”, “Noúmeno” o de cualquier otra manera), dado que ambas nociones (intemporalidad e inmortalidad) nos posibilitan el autoconcebirnos como “humanos” mediante contraste (esto es, nos permiten contemplar nuestra mismidad a través de la alteridad -y quizás quepa añadir que esta misma experiencia constituyó el núcleo del género trágico griego coetáneo de Platón-).
Al cierre, valga señalar que, a la hora de interpretar, tanto a Platón como a cualquier autor antiguo, debemos tener en cuenta tanto la tradición directa como la tradición indirecta (tal como señala Szlezák), así como contemplar e incluir en el estudio los datos históricos relativos al entorno social y cultural (esto es, la historia externa y la historia interna), pues sólo el enfoque multidisciplinar -no exclusivamente filológico- nos puede aportar la deseada completud de datos como justo resultado de una pluralidad de perspectivas.
Nota: por imperativos de formato han sido suprimidas las notas y citas a pie de página en el presente artículo; una versión íntegra del mismo ha sido publicada en Dilema -Revista semestral de Filosofía- Año 1, Núm. 2, ADR de Filosofía de la Universidad de Valencia, Valencia 1997.
Agradezco afectuosamente los ánimos, apoyo y directrices del profesor Dr. D. Juan de Dios Bares Partal, sin cuyo asesoramiento este escrito no hubiera sido posible.
Valencia, diciembre de 1997